quinta-feira, 20 de setembro de 2018


            Era la hora

Era la hora. Nuestra hora única.
La que nos pertenece por completo a nosotrso tan sólo,
porque en ella los dos,
el uno al otro, ávidamente insomnes,
con desconcierto, nos pertenecemos.

Era un golfo del tiempo,
nuestra cala,
nuestro rincón de juegos - sin orden, sin medida -,
nuestro pozo
de todos los anhelos presentidos,
nuestro imán roto de temblor sonámbulo.

La noche se abismaba
en un vértigo absurdo
de contemplaciones,
como si se observase
y observara a las cosas
a la vez
desde todos los ángulos.

Noche en su laberinto,
éxtasis del mirar,
y superposición abierta, en fuga,
de confusas imágenes
que ella misma en lo oscuro
sin fin iba creando.

Era la hora. Nuestra hora única.
Tú me llamaste sin ninguna voz,
con el aire hecho tacto,
con la mente hecha piel,
con la distancia vuelta alto voltaje,
vibración.

Yo te llamé obviando las palabras,
con mi voz recordada desbordándose dentro de tu oído,
con mis dedos alzándose hasta ti
por los caminos en que me intuías,
con las aguas de todas las corrientes
en las que, tras fluir, confluíamos ambos.

Era la hora. Nuestra hora única.
Desatendimos todo, y atendimos, ardientes, a quien llamaba así,
a quien guiaba desde su deseo,
a quien creaba desde su deseo tan lejano en la noche
(en mitad de esa noche que era toda miradas)
el deseo del otro.
.
.
  Oliván, Lorenzo. Para una teoría de las distancias. Barcelona: Tusquets Editores, 2018, pp 39-41.
.
.
.