Hay lugares investidos de sacralidad.
Mileno tras milenio, se han venido a absoluta eminencia,
se ha depositado en ellos, como se depositan el polvo,
la tierra o los arrastres, la tanta luminosidad.
Se han hecho sus accidentes materia significante,
habla para los ojos, luz para los sentidos.
Si uno transita sus parajes,
una silenciosa musicalidad se apega al cuerpo, y uno vive
espacios de tiempo recogidos en el tránsito.
Conozco, de esos sitios, algunos.
Uno me olía a estiércol y a res y a humo de paja,
luego me olía a luz solar, a lejanía,
todavía me huele a milagro cumplido.
En él toman nombre las gracias de la eternidad:
el cierzo, la grama, el nido, el pajar, las avenas.
Otro, no muy lejos de aquí. Suelo ir alguna vez;
a medida del acercamiento varían los paisajes,
se transmutan, salen del tiempo, se hacen nieve del cosmos,
ropage que me abriga.
Habla como un aletear de edades perecidas.
Uno desciende al valle investido de su virginidad.
Suelo que voy allí como elegido y sé,
mientras la permanencia se prolonga,
que no habrá inviernos para mí, ni estíos,
ni otoños sino sólo, un permanente abril.
Otro sé cerca del mar. Sube desde la costa
una cuesta lenta, despaciosa, joven y añosa como el tiempo,
tiene ese sitio sus sillares, sus desniveles,
su jardín con estautas, su biblioteca suya,
y lo que se ve: el fulgor que sume al visitante,
le otorga la aureola de lo incorrupto.
Otros tienen la gravedad del bosque;
infunden el temor de lo inconcevible;
inspiran la amenaza del barranco, negror de espelunca,
misterio de lo hondo abisal.
Sitios sacros también, no desprovistos aún
de su germinal hostilidad. Respetemos su furia contenida,
sus enramajes de primer asombro,
su genealogía tenebrosa para nos.
Lugares consagrados al secreto de todo acaecer.
A ninguno doy nombre, no los profane nadie.
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Arcadio Pardo. El Mundo Acaba en Tineghir. Madrid: Ediciones RIALP, 2007, pp 46-47.
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