Hacía una tarde suave y húmeda que olía a hojas negras putrefactas y a humo de madera. Cuando bajaron del automóvil ante la verja de sua casa, el olor del cedro salió a recibirlos. Durando el trayecto apenas habían hablado, excepto cuando Laurie le indicaba el camino a Ralph.
Al salir de la iluminada sala les pareció que estaba ya muy oscuro (...). Por una gieta de las cortinas asomaba un resplandor de fuego. El cedro extendía sus largas manos oscuras en el gesto de un mago que incita al sueño.
- Así que esta es tu casa - dijo Ralph.
- Sí, hace cuatro horas que es mía... Parece distinta.
Ralph se quedó mirándola en silencio y posteriormente dijo en voz baja:
- No podía ser de otra manera.
Avanzaron juntos por el sendero sin hablar hasta que Ralph preguntó:
- Te la vas a quedar?
- Si puedo.
- Tienes que quedártela. Es una parte de ti. Venderla te traería mala suerte.
Laurie se volvió bajo las negras alas del cedro.
- Crees en la suerte?
- Soy marino - contestó Ralph.
Laurei supo que debía de haberse dormido porque el fuego se estaba apagando. Ya se habían adormilado en un par de ocasiones pero no durante mucho rato; abrían los ojos con la caída de las brasas y echaban a las últimas llamas un manojo de piñas o unas ramitas de abeto del montón. (...) Cada vez hacía más frío, pero todavía se estaba bien; tenía la sensación de que si no se movía, el tiempo también se detendría y no haría falta que existiera nada más que aquello.
Mary Renault. El Auriga. Barcelona: Debolsillo, 2007, pp 398-399.
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